Fiel a las piedras gordas y al cantón vecino, un tingado resiste los aguaceros que avivan la sal y el maíz paradójico de incontables compañeros. Unos frotan la lumbre antes de alcanzar la calle, donde las monjas plantean clemencia, pues la marquesina de los cerros se desgajaba como tela, y ya nadie aguardó por el ajuste de las estrellas. ¿Quién diría que allá residió la princesa criolla de las dos trenzas?
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