miércoles, 12 de noviembre de 2008

Notas.

Notas.
Rafael Gutiérrez Esquivel

María Inmaculada y María de las Gracias, amigas desde que compartieron cánticos y devociones en aquel colegio católico ya desaparecido, caminan conversando en el centro comercial donde han decidido reunirse esta mañaña. María Inmaculada se alisa recatadamente la falda, pulsa el botón rojo del ascensor y esperan. No hay razón alguna para que la Iglesia no se asocie a Interpol en aras de la preservación no sólo de las almas sino de los cuerpos, dice ya adentro Inmaculada. A María de las Gracias, más orto que hetero, le incomodan esos virajes bruscos de una institución a la que cree, por encima y debajo de todas las cosas, una hostia redonda y absoluta, sin aristas ni deformidades. Pues ojalá que del Vaticano salga el próximo Papa y no al revés, dice con una sequedad de tajo. Sin atisbo humano en sus ojos, apenas un levecillo rubor de mejillas, extraen de pronto unas horribles máscaras de hule y pelambre y dos esbeltas escuadras: una Luger Parabellum, cartucho nueve milímetros y una Glock 18, automática. Apenas se oye el zumbido de la puerta abriéndose, salen como dos olas rugientes, raudas, magníficas, casi militarmente, las dos animalas de plomo brillantísimo crepitando bajo sus manos. De un empellón, María de las Gracias abre sin más la puerta de vidrio de la agencia bancaria. Al suelo hijos de puta, aulla, y ambas comienzan a disparar con una infalible eficacia profesional.

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