miércoles, 22 de octubre de 2008

Puerto Rico y Guatemala



Del trópico tópico de un escritor utópico






Rafael Gutiérrez Esquivel[1].


A quienes escriben, apenas con una miga de pan en la entraña, y lo hacen bien, y a quienes escriben, apenas con una miga de pan en la entraña, y lo hacen mal.

Estoy redondamente de acuerdo. El escritor, en la vía de su dignificación intelectual y humana, debe cobrar por su tra­bajo literario. Por extraño que parezca, el escritor, como toda criatura vivien­te sobre la faz de la Tierra, vive gracias a una serie de elementos básicos, tales como el oxígeno, el agua, los rayos solares, el sueño y, desde luego, el dinero. Es decir; nace, escribe, co­bra y sigue viviendo.

Nada de extraño hay en este proceso. Nada so­brenatural acaece en este fenómeno.

Sus ingresos, por des­gracia no siempre directa­mente proporcionales a su talento, no deben reducir­se, como romántica o va­llejianamente suele pen­sarse, a lo mínimo esencial para sobrevivir mal, sino, por el contrario, disparar­se hacia lo máximo vital para vivir bien. Templar el alma y el cuerpo, en el jus­to medio entre lo ascético y lo epicúreo, sin caer en las tentaciones enfermizas de la codicia, pues ésta, como es sabido, sólo conduce erróneamente a los hombres a dos senderos de realización personal: la de ser narcotraficantes o millonarios. En ambos casos, paralizado por el temor a la ley o enfangado en los pla­ceres mundanos, el escritor —como tal— terminará anulando irres­ponsablemente su existencia. En otras palabras: dejará de escribir.

Recientemente un amigo se hizo acreedor a un premio dotado de una suma de dinero, digamos, no desdeñable como para dar la espalda igual que la mujer de Lot. En una entrevista, refiriéndose al premio, expresó lo siguiente: «Me dio un poco de susto porque, quiérase o no, es una res­ponsabilidad que te pone en la mira de un montón de gente». ¿Qué diablos quiso decir con esto?
Sencillo. Ese montón de gente no son los acree­dores, como algún lector suspicaz pudo haber pen­sado, sino los colegas que nutrida y jubilosamente darán cuenta del monto de dicho premio con el laureado escritor. El di­nero, por tanto, no sólo trae seguridad personal sino también felicidad compartida.

El escritor tiene dere­cho a vivir, así sea en al­gunos tramos de su vida, de su labor literaria, de su prestigio intelectual, de los premios anuales o mensuales, de su magis­terio erigido a fuerza de trompicones con el len­guaje. Su oficio, no cuan­tificable en el circuito del mercado laboral, perte­nece a ese ámbito de los seres y cosas inasibles y escurridizas como lo es un poema. De la persona real al personaje noveles­co, hay una vida esforzada en otorgar esencia, médula y verosimilitud mediante el prodigio de la ficción.

No trabaja el escritor para la inmediatez del instante sino, se ha dicho, para hurgarle la nariz a la eternidad. Lo cual es no hacer nada. No obstante, en su generosa inutilidad, sigue siendo imprescindible en la vida de sus semejantes. Recompensado o ninguneado.

[1] .- Poeta guatemalteco, que vivió en Mérida exiliado, en unión de su familia. Dejó grandes amigos y enorme riqueza solidaria.

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